Por Nadia Polanco
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Me gusta mucho subir corriendo montañas, no soy rápida, ni se me hace más fácil que a otra persona simplemente disfruto cada pisada hacia la cima.
Pero no siempre fue asi. La primera vez que subí no entendía que hacía yo corriendo cuesta arriba, como si no fuese suficiente con lo difícil de correr en plano, se me había ocurrido la idea de subir al fuerte Resolí, una de las cuestas más difíciles.
El camino fue muy difícil, quería llorar de dolor, quería detenerme, quería regresar a donde había comenzado.
A medida que avanzaba todo en mi experimentaba un cambio, a pesar de que iba muy lento mis pulsaciones se aceleraban, mis músculos quemaban.
Seguí avanzando sin detenerme, con la esperanza de que pronto terminaría lo que sentía en ese momento como una tortura.
Recuerdo la primera vez que vi la antena, la meta de lo que en ese momento sentía como mi infortunio, y también recuerdo que tan rápido como la vi aparacer, tan cerca, así mismo desapareció para luego aparecer nuevamente distante. Dolor!
No fue sino cuando empecé a dejar de quejarme, discutir, autocompadecerme que empecé a apreciar la candidez y alegría de los lugareños que me animaban y hasta me acompañaban unos metros, y del paisaje imponente que aparecía ante mis ojos.
Aunque no lo creía ni sentía, empecé a decirme lo mucho que disfrutaba ese momento, dejé las quejas, disfruté el proceso y todo lo que me traía ese momento.
Llegó un momento en que ya mi espíritu y mi cuerpo habían sido domados, ya lista para determe decidí avanzar, era la parte más difícil e inclinada de la montaña. Sin darme cuenta coroné mi Montaña.
Desde ese momento entendí que me gustaba subir, no era fácil, el reto me apasionaba, se trataba de avanzar a mi paso, de encontrar la motivación en mi, de saber que cuando se pone más difícil es porque estoy más cerca y saber que cuando llego a la cima seré más fuerte y podré disfrutar del paisaje y de los amigos que también enfretaron sus montañas.